Conociendo Tambopata VÍÑAC Yauyos WIÑACCANCHA
Cuando la naturaleza se pone de colores, el hombre retrocede (Yuracsayhua)
A Víñac y gente que ama a Víñac
domingo, 24 de octubre de 2021
sábado, 23 de octubre de 2021
martes, 7 de septiembre de 2021
viernes, 3 de septiembre de 2021
jueves, 31 de octubre de 2019
Movimientos populares espontáneos, entre espontaneísmo y transformación
A
partir de las últimas décadas del siglo pasado asistimos a una
gradual pero permanente decadencia de los partidos políticos
tradicionales.
Partidos
políticos en crisis
A
partir de las últimas décadas del siglo pasado asistimos a una
gradual pero permanente decadencia de los partidos políticos
tradicionales. Esto se da tanto en la derecha como en la izquierda.
Las poblaciones van evidenciando un creciente hastío en relación a
las formas tradicionales de la “política profesional”, dada por
tecnócratas, burócratas siempre alejados de la gente, “mentirosos
de profesión”. La política hecha a través de los partidos
(farsante, embustera, manipuladora) sigue siendo la forma en que se
maneja la institucionalidad de los Estados nacionales, pero cada vez
más es la mercadotecnia, el manejo “de mentes y corazones” –como
pedía Joseph Goebbels en su momento en la Alemania nazi, o más
recientemente el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, maestro
en estas artes–, la tecnología publicitaria, la que “hace” la
política. O, al menos, la que se encarga de “manejar” a las
grandes masas. Las decisiones fundamentales, por supuesto, se siguen
haciendo en las sombras. Y no la hacen los “políticos de
profesión” precisamente, sino los que les financian las campañas
y para quienes, en definitiva, trabajan.
De
ningún modo esos partidos están agotados, pues continúan siendo
correas de transmisión entre el poder económico –los verdaderos
amos– y las grandes masas, ofreciendo las capas de burócratas que
manejan los aparatos estatales. Pero la credibilidad de esos partidos
está en este momento por los suelos, en todos los países
capitalistas del mundo. De todos modos, el “credo” fundamental de
la politología oficial, de la llamada “democracia representativa =
dinerocracia”, está dado por la existencia de esos partidos. El
resguardo de lo que la ciencia política de derecha funcional al
sistema llama “gobernabilidad” (o el inefable neologismo de
“gobernanza”) son esos –aunque desacreditados y un tanto
aborrecidos– partidos políticos. Por así decir: un mal necesario
para el sistema.
En
el campo de la izquierda las cosas también están complicadas.
Caídas las primeras experiencias socialistas de la historia
(desintegración de la Unión Soviética y la extinción del bloque
socialista europeo) el avance de las fuerzas de cambio social quedó
un tanto –o bastante– relegado. Hoy, una pregunta clave en el
campo de la izquierda es ¿cómo construir alternativas válidas,
consistentes, realmente efectivas? Los partidos políticos clásicos,
con un esquema leninista si se quiere, en el momento actual no están
en crecimiento. Antes bien: han perdido credibilidad, no arrastran
gente. Al menos en lo que llamamos Occidente. El caso de la República
Popular China es otra historia, con un Partido Comunista único por
su tamaño (90 millones de afiliados) y su papel histórico. Es el
verdadero garante de las transformaciones en curso, de haber sacado
de la pobreza a 700 millones de personas, y de haber hecho del país
una potencia económica, científica y tecnológica. Pero,
insistamos, ese es un caso peculiar, irrepetible quizá en nuestras
latitudes.
Hoy
por hoy todo lo que suene a confrontación, como consecuencia de
décadas de bombardeo mediático-ideológico, es visto como
“peligroso”. O, cuando menos, como desconfiable. De ahí que los
partidos políticos de izquierda, los tradicionales partidos
comunistas (leninistas, o también maoístas, o trotskistas), no
están hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de partidos
socialdemócratas, es decir: fuerzas políticas que hablan un
lenguaje capitalista “moderado”, “capitalismo con rostro
humano”, no hay la más mínima diferencia con los partidos
políticos de derecha. Los movimientos guerrilleros, por otro lado,
en la actualidad no son opción. Fuerzas alzadas en armas con décadas
de acción político-revolucionaria hoy se desarman para entrar al
juego “democrático-parlamentario = dinerocracia”, sin conseguir
con ello poner en marcha el ideario que los acompañó anteriormente.
A
decir verdad, actualmente no se ve muy claro ninguna propuesta real
de transformación social. Ello no significa, en modo alguno, que el
sistema capitalista esté blindado ante los cambios. Son
incontestables los elementos que demuestran su inviabilidad a futuro:
el solo ecocidio (la monumental catástrofe medioambiental) que ha
producido con su alocado modelo de consumo, o el tener las guerras
como una siempre posible válvula de escape cuando se traba, deja ver
su insostenibilidad. Sus negocios más grandes son: las armas, el
petróleo y las drogas ilegales, es decir: todas industrias de la
muerte. Pero aunque no ofrezca salida, solo, por su propio peso, no
cae. Es necesario que alguien lo derribe. ¿Quién es el sujeto
revolucionario entonces en la actualidad? ¿Es posible hoy levantar
las banderas de partidos políticos revolucionarios?
Esto,
en modo alguno niega que los partidos comunistas que han llegado al
poder (caso chino, caso cubano o norcoreano) sean obsoletos, estén
en retirada o no gocen de alta credibilidad. Son ellos, en realidad,
la garantía última de la construcción socialista que, con
diferencias y características propias particulares, está teniendo
lugar en cada uno de esos países.
Pero
ante este panorama de despolitización forzada, esta apatía por lo
social que se vive desde la implementación de los planes
neoliberales, con esta manipulada conducta de indolencia política
que se ha impuesto, en distintas latitudes del planeta, y sin dudas
en Latinoamérica con una considerable fuerza (ganan las elecciones
candidatos de ultraderecha como Macri, Bolsonaro, Duque, Piñera,
Giammattei), lo que sí se van dibujando como alternativas
antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos que
presentan demandas más puntuales, quizá sin un proyecto político
socialista en sentido estricto: luchas por la tierra, movimientos de
desempleados, de jóvenes, de amas de casa. O, con una gran fuerza y
sentido anti-sistémico, movimientos campesinos e indígenas que
luchan y reivindican sus territorios ancestrales.
Movimientos
populares
Quizá
sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al
menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los
partidos comunistas tradicionales a través de los años en el siglo
XX), estos movimientos campesinos y de reivindicación de territorios
propios constituyen una clara afrenta a los intereses del gran
capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese
sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue
levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más
llamas. De hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 –
Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de
Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los
escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país,
puede leerse: “A
comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la
mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber
crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de
los pueblos indígenas (…)
Esos
grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas
internacionales y grupos antiglobalización (…)
que
podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos
latinoamericanos de origen europeo (…)
Las
tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la
región del Amazonas”.[1]
Para
enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la
región poniendo en entredicho la hegemonía continental de
Washington cuestionando así sus intereses (¿quizá también la
lógica capitalista en su conjunto?), el gobierno estadounidense
tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente:
la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra
mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército
combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como
décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y
los movimientos insurgentes que se expandieron por toda
Latinoamérica.
Hoy,
como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso
colombiano en particular y latinoamericano en general, escrito antes
de la desmovilización de la principal fuerza guerrillera de
Colombia, pero igualmente válido ahora,
“la verdadera amenaza no son las FARC [o
alguna organización guerrillera vigente].
Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos
indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para
la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como
sistema] proviene
de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios
donde se encuentran estos recursos [biodiversidad,
agua dulce, petróleo, riquezas minerales],
o sea, de los pueblos indígenas”.[2]
Anida
allí, entonces, una cuota de esperanza si de transformación se
trata. ¿Quién dijo que todo está perdido?
No
hay dudas que la contradicción fundamental del sistema sigue siendo
el choque irreconciliable de las contradicciones de clase, de
trabajadores y capitalistas. Eso continúa siendo la savia vital del
sistema: la producción centrada en la ganancia empresarial. En ese
sentido, las premisas de trabajo asalariado y capital siguen siendo
absolutamente determinantes: los trabajadores generan la riqueza que
una clase, la poseedora de los medios de producción, se apropia. Esa
contradicción -que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la
historia, amén de otras contradicciones sin dudas muy importantes:
asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo,
homofobia, desastre ecológico- pone como actores principales del
escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus
formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola,
campesinos pobres, trabajadores clase-media de la esfera de
servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la
iniciativa privada, amas de casa, subocupados varios, trabajadores
precarizados e informales. Lo cierto es que, con la derrota histórica
de estos últimos años luego de la caída del Muro de Berlín y los
retrocesos habidos en el campo socialista, con el tremendo revés que
la clase trabajadora ha sufrido a nivel mundial con el capitalismo
salvaje de estos años, eufemísticamente llamado “neoliberalismo”
(precarización de las condiciones generales de trabajo, pérdida de
conquistas históricas, retroceso en la organización sindical,
tercerización), los trabajadores, los verdaderos y únicos
productores de la riqueza humana, quedaron desorganizados, vencidos,
quizá desmoralizados. De ahí que estos movimientos
campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente
de vitalidad revolucionaria sumamente importante.
La
pregunta sigue siendo: ¿por dónde ir si hablamos de transformación,
de cambio social? Evidentemente la potencialidad de este descontento,
que en buena parte de América Latina se expresa en toda la
movilización popular anti-industria extractivista (minería,
centrales hidroeléctricas, monoproducción agrícola destinada al
mercado internacional), puede marcar un camino.
Fidel
Castro, interrogándose por la situación actual de la lucha
revolucionaria en todo el mundo, preguntaba: “¿Puede
sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en
ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una
nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender
que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a
desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese
innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos
del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria,
el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?”.
Sin dudas, las posibilidades de transformación social se ven hoy
bastante escasas. El sistema capitalista ha sabido cerrar filas
contra el cambio.
Pero
siempre quedan rendijas. El sistema lleva en sí mismo el germen de
su destrucción. Las contradicciones que le son inherentes -la lucha
de clases- dinamiza la historia, y en algún momento eso estalla.
Como dijo el multimillonario estadounidense Warren Buffett: “Por
supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la
que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”.
La gran incógnita es cómo hacer hoy para encender esa mecha que
ponga en marcha las transformaciones.
Movimientos
populares y vanguardia
Esos
movimientos populares espontáneos que mencionábamos más arriba,
definitivamente tienen una gran potencialidad. En Argentina, por
ejemplo, en diciembre del 2001, al grito de “¡Que
se vayan todos!”,
en dos semanas sacaron a cinco presidentes. Y en Ecuador, los
movimientos indígenas, liderados en parte por la Confederación de
Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), en parte actuando
espontáneamente, ya tienen una larga tradición de lucha y
movilización, pues en estos últimos años expulsaron del gobierno a
tres presidentes por corruptos, antipopulares y represores: Abdalá
Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Y en estos pasados días,
con una valiente acción de calle incendiando la ciudad capital,
Quito, lograron que el claudicante presidente Lenín Moreno diera
marcha atrás con un acuerdo fijado por el Fondo Monetario
Internacional (FMI) que contenía un “paquetazo” de medidas de
ajuste económico antipopular.
Ejemplos
de movimientos populares espontáneos hay muchos, heroicos en todos
los casos, valerosos, que se enfrentaron en numerosas ocasiones a las
fuerzas represoras, y triunfaron: la reacción espontánea de la
población venezolana ante un aumento desmedido de tarifas en lo que
se conoció como Caracazo, en 1989, lo que posibilitó la aparición
de Hugo Chávez años después. O la salida espontánea de cientos de
miles de seguidores de Hugo Chávez ya presidente, cuando fue
derrocado por un golpe de Estado de extrema derecha en 1992, logrando
su restitución casi inmediata.
En
la historia reciente hay cuantiosos ejemplos de estallidos populares,
de movimientos sin propuestas partidarias, pero de gran energía
política, que influyen en las dinámicas sociales, a veces de forma
profundísima: Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, movimientos
Okupa en diversas partes del mundo tomando tierras y construcciones
abandonadas para habitar, movimientos por la diversidad sexual,
estallidos espontáneos como la Primavera Árabe (luego manipulada y
tergiversada). Aclárese rápida y muy enfáticamente que no hacemos
entrar aquí lo que se conoce como “Revoluciones de colores”, por
ser ellas manipulaciones arteras hechas desde centros de poder con
fines bien delimitados, utilizando descontentos populares que son
vilmente manejados (recuérdese Goebbels y Brzezinsky).
Ahora
bien, la pregunta fundamental ante todo esto: ¿constituyen estos
movimientos -desde la reivindicación anti industria extractiva a los
desfiles gay, desde las protestas estudiantiles con toma de
universidad ante los “cacerolazos” que aparecen espontáneamente
cada tanto- un verdadero fermento revolucionario, una verdadera
chispa que puede encender el fuego del cambio profundo?
La
observación serena de los resultados de todos ellos muestra que sí,
efectivamente, como acaba de suceder en Ecuador, tienen una enorme
fuerza política (le torcieron el brazo a uno de los más poderosos
organismos del capital global en este caso), pero no alcanzan para
colapsar al sistema, para producir una revolución victoriosa. Como
alguna vez expresó un mural callejero durante la Guerra Civil
Española: “Los
pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen
revolucionarios”.
¿Qué se necesita para que esa chispa, ese enorme descontento
popular que anida en la gente se pueda transformar en un verdadero
cambio de estructuras? Una vanguardia, un grupo organizado y con
claridad política que pueda conducir esa fuerza contestataria
encausándola en un auténtico proyecto transformador.
Este
breve opúsculo no hace sino poner al debate este espinoso,
dificultoso y controversial tema de la vanguardia (o como quiera
llamársele). ¿Pueden estas insurrecciones populares espontáneas
dirigirse solas a un cambio revolucionario, o es necesaria la
presencia de una organización política articulada que oriente el
camino? Vieja y trascendental discusión. Entiendo que la experiencia
enseña que el espontaneísmo solo no alcanza. Pero ¿cómo se
construye esa fuerza de vanguardia?
[1]
En
Yepe, R. “Los informes del Consejo Nacional de Inteligencia”.
Versión digital disponible en la página:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
[2]
Boaventura
Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión digital disponible
en
https://saberipoder.wordpress.com/2008/03/13/estrategia-continental-boaventura-de-sousa-santos/
Por:
Marcelo
Colussi
jueves, 12 de septiembre de 2019
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